Cara y cruz de un invento moderno. 2009

Desde el origen de los antiguos mitos conocemos que toda construcción demanda un sacrificio. Desde que el hombre decidió superar su desamparo viviendo a imagen y semejanza de los dioses necesitó construir, hacer mundos, convertirse en creador. Así las casas, los templos y poblados de los antiguos fueron reproducciones de cosmogonías. Y más tarde, cuando el pensamiento moderno liberó a la humanidad de la repetición y la divina copia, las obras se volvieron funcionales y prácticas. A imagen de las urgencias del hombre y a semejanza de lo que otros hombres habían logrado erigir. Pero que el hombre piense diferente no hace necesariamente que el mundo todo cambie sus reglas; las nuevas formas exigirán nuevos sacrificios como retribución de los servicios prestados. La ciudad actual exhibe lo bueno y lo malo como caras continuas de una misma moneda, esa que tiramos al aire en cada elección humana.
La ciudad moderna le devolvió al hombre la ilusión de estar en el centro del mundo. Como condición le impuso la obsesiva tarea de tender indefectiblemente hacia ese centro, de no dejar de buscarlo nunca. El centro del centro, si fuera posible. Allí donde se levantan los más grandes templos religiosos y culturales. Catedrales celestes y clubes estelares. Bibliotecas rebosantes y museos variopintos. Teatros luminosos y cines en penumbras. Institutos eruditos y sabias universidades. Todo lo que ocurre, ocurre en la ciudad.
Una vez dentro de las murallas la creatividad del ocio se vuelve innecesaria. Allí es imposible enfrentar al aburrimiento e intentar superarlo con ideas. Existe un panorama amplísimo de tareas y todas parecen tener un atractivo particular. Es un cosmos concentrado, pero de grandes dimensiones. Su magnitud llama constantemente a nuevos asentamientos, y los anuncios de obras y proyectos monumentales acentúan el llamado. Y aparecen por obra y gracia de la ingeniería y las finanzas nuevos centros del centro que representan la creatividad del negocio; paseos en los que se come, se compra, se charla, se compra, se aprende, se compra, se juega, se compra y finalmente, se compra. Siempre en un marco de premeditada belleza y con la tranquilidad de saberse en un sitio seguro. ¿Y si a pesar de todo algo no sale bien? Entonces la ciudad cuenta con hospitales equipados, guardias médicas, importantes profesionales y sistemas de rápida atención en emergencias.
Pero estar en el ombligo del mundo tiene algunos costos; el stress, las enfermedades propias del hacinamiento, los accidentes de tránsito, la contaminación ambiental y una mayor dependencia de los profesionales de la salud ante problemas mínimos que podrían tener soluciones caseras. Es que hace falta una fórmula, el ser urbano necesita que alguien le explique qué hacer. No sólo en temas delicados como salud y enfermedad. También el entretenimiento está digitado, desde las casitas de fiesta hasta los vertiginosos “circuitos” de los shoppings. Y esto brinda una sensación de bienestar que se relaciona con no tener que definirse en ningún sentido, no tener que hacerse cargo de nada. Amoldarse sencillamente a la repetición de un esquema que nos proteja del caos exterior. Que nos resguarde de “los otros”, de la inseguridad que dejó vacíos los espacios públicos tradicionales y los convirtió en tierra de nadie.
Es que las ciudades no han podido contener su propio afán de crecimiento, su propio triunfo sobre otras formas de organización existentes o potenciales. Su sofisticado aparato publicitario se encargó, consciente o inconscientemente, de mostrarles a todos su ilimitado poder. Y de pronto todos (o demasiados) creyeron el mensaje, y quisieron pertenecer. Lo que parecía ilimitado encontró su frontera. El otro estaba en casa. El cosmos se había tornado caos. Ya no alcanzaron las obras, las rutas, las viviendas, los muros, ni los templos. Luego esos templos preservaron para algunos, para privilegiados, lo que le fuera prometido al conjunto. Lo que antes podía elegirse y disfrutarse libremente es ahora patrimonio de diferentes estructuras. Así la lectura es propiedad de las universidades y los paseos nocturnos le pertenecen sólo a los museos.
Finalmente, la gran variedad de la oferta inicial se ve drásticamente restringida por el factor económico, la escasez de cupos en las actividades, el auto aislamiento por temor a los desplazamientos engorrosos o el problema del aprovechamiento del tiempo en función de las distancias a recorrer.
Es sencillo entonces (y puede lograrse con una rápida mirada) reconocer los aspectos positivos y negativos que conlleva la vida en la ciudad. Lo que no siempre se lee es la directa relación que existe entre ellos, una relación de continuidad donde cada logro oculta un déficit y cada problema es motor para una solución. Es oportuno recordar en este punto que toda invención se recrea constantemente y que los cambios que sufren nuestros inventos dependen de nuestra voluntad. La ciudad es como es porque así la construimos cada día.